jueves, 1 de diciembre de 2016

Julieta, una persistencia del vacío.


Almodóvar es un director que se enfrenta en los últimos años a la demolición de sus signos, de sus marcas y de sus referentes. Un camino que parece haber emprendido en Los Abrazos Rotos y que pudo haber culminado en la desesperación de ese film borgiano (adaptación de una película anterior, pero con otro alma) que fue La Piel que Habito.

Una maraña, un laberinto de minotauro (vuelvo a referirme a Borges) que se metadistorsiona y se asfixia en sí mismo. Julieta es eso y además, es un retrato de la pérdida, pero no sólo de la pérdida como tal, sino un relato de amor, de amor maternal y pasional. El espectador sólo es consciente de la acción en su momento clave, cuando está a punto de suceder algo, o bien cuando ya nada tiene remedio. Sin duda es una película de pausas y silencios (Silencio, como pedía la obra ser llamada en un primer momento) que elimina los elementos narrativos haciendo en sí una reconstrucción del melodrama, reconstrucción o deconstrucción. Desde luego, reinterpreta el género.

Sí, es una película contenida, pero también espiritual. Podríamos decir, que Almodóvar mantiene su film en un espacio entre dos espacios, entre ese ser y nada, o entre vigilia y sueño. Boyero, en su crítica  mantiene que la película no le dice nada, que es simplemente silencio, y no en un buen sentido, puesto que la obra no logra transmitirle nada ni en el terreno emocional ni artístico. Yo no estoy de acuerdo.

Confieso, que viendo el film, me sentí en muchas ocasiones entre dos aguas, por la desestructuración que supone ver una obra que se adentra en un terreno complejo, de una forma quizás muy poco sutil, pero que tiene una exquisita técnica artística y una estética cuidada y pensada hasta en el más ínfimo de los detalles. Emma Suárez, Adriana Ugarte, Inma Cuesta y Daniel Grao le dan sentido a este Frankenstein que camina y habla por sí solo, con unas interpretaciones sobrias, puristas y muy nobles. Sin olvidarme de esa musa que fue y sigue siendo, para el director manchego, Rossy de Palma demostrando el dicho de que no existen papeles pequeños.

La protagonista es la ausencia y la contención de las lágrimas. La desolación. Almodóvar no recurre al humor, sino que congela instantes en la retina del espectador. Momentos a prueba de bombas, por ejemplo, la licencia del ciervo corriendo tras el tren.

Almodóvar, que sin duda se ha hecho a sí mismo, deconstruye el alma de una historia que a veces se pierde en su propia deconstrucción con unos saltos narrativos importantes que entremezclan momentos presentes con recuerdos imborrables de su protagonista a la cual no maltrata, sino que la deja en una atmósfera propia, recorriendo el libre albedrío.

No hay comentarios:

Publicar un comentario